¿Qué pasaría si un buen día todos los alumnos asistieran a las aulas sin los libros de texto en sus mochilas? ¿Podrían los profesores enseñar sus materias durante varias semanas e incluso a lo largo de todo el curso escolar? ¿Qué cambios tendrían que hacer los docentes en su ejercicio profesional? ¿Es, en consecuencia, imaginable un aula, escuela o instituto sin libros de texto?.
Aunque hoy en día, debido al peso de nuestra experiencia y la fuerza de la tradición escolar desarrollada a lo largo de todo el siglo XX, nos resulta difícil imaginar procesos de enseñanza sin libros de texto, éstos son un invento reciente generado de forma paralela a la creación de los sistemas escolares de educación pública, y en numerosas ocasiones se han desarrollado, muchas veces exitosamente, experiencias educativas sin los mismos. En España, la I.L.E. (Institución Libre de Enseñanza) en los años treinta, y posteriormente los M.R.Ps. (Movimientos de Renovación Pedagógica) han promovido el desarrollo de innovaciones y prácticas educativas que superasen la dependencia y uso exclusivo del libro de texto en la enseñanza. Asimismo lo largo del siglo XX numerosos pedagogos relevantes como Freinet, Freire, Neill, Kilpatrik, Dewey, … propugnaron una enseñanza basada en la actividad y construcción del conocimiento por parte del alumno más que en la reproducción y aprendizaje memorístico basado en los libros de texto.
Hasta hace muy pocos años era inconcebible desarrollar algún tipo de actividad educativa, fuera para enseñar o aprender, sin utilizar algún medio impreso: libros de texto, de lectura, fichas, cuadernos de actividades, mapas, cuentos, …. Es más, la inmensa mayoría del profesorado sigue siendo incapaz de plantearse el desarrollo de la enseñanza sin apoyarse, en mayor o menor medida, en este tipo de materiales. Esto inevitablemente tiene una razón de ser y el uso de este tipo de tecnología tiene consecuencias evidentes sobre el tipo de cultura académica transmitida, los códigos y formas de representación de la misma, y el acceso y manipulación de la información posibilitado al alumnado. Para poder explicar este fenómeno tenemos que tener en cuenta que la cultura oficial que transmite la institución escolar es la cultura académica occidental, la cual ha sido elaborada alrededor de la tecnología impresa (McClintock, 1993).
El notorio desarrollo científico, tecnológico y cultural del mundo occidental producido desde el siglo XVIII no podría explicarse sin la existencia de esta tecnología. El invento de la imprenta, hace casi 500 años, posibilitó la difusión de las ideas, la generalización y democratización del conocimiento, el intercambio de productos culturales, y todo ello mediante una tecnología relativamente barata, accesible a muchos y diversos colectivos. La perdurabilidad de los mensajes impresos, la no excesiva complejidad en la producción y difusión de los productos impresos, y el consumo masivo de los mismos por la población alfabeta, ha posibilitado que nuestra cultura, tal como la conocemos, se haya construido gracias a la existencia de los libros.
Podríamos sugerir que la cultura escolar es una cultura de culto a la palabra escrita y consiguientemente es la tecnología dominante, y con mucho, sobre el resto de tecnologías en los procesos de enseñanza-aprendizaje del sistema educativo. Evidentemente no es posible explicar la hegemonía de los materiales impresos en el mundo escolar sin recurrir a la historia. Incluso muchos autores llegan a afirmar que la historia de los sistemas escolares como redes institucionalizadas de educación es paralela a la historia de los textos escolares. En este sentido, Westbury (1991) establece dos grandes periodos en la historia del material textual escolar:
a) El comprendido entre XVI y XVII, es decir, el periodo de surgimiento de la tecnología del libro impreso en que la enseñanza pudo liberarse de las limitaciones de la palabra oral pudiéndose centrarse en la potencialidad del libro como vehículo de comunicación. De esta época, es necesario destacar, como ya indicamos, a Comenio como el primer autor de un libro que con fines pedagógicos combinó la palabra escrita y la imagen: «Orbis Sensualium Pictus» (1658) del que se imprimieron ediciones durante 200 años.
b) El segundo gran periodo de expansión del material impreso lo sitúa Westbury a finales del siglo XIX y más en concreto en el siglo XX ya que el libro de texto pasó a ser el instumento básico para una organización a gran escala del curriculum y la enseñanza.
Para este autor, el canon del conocimiento empaquetado en un formato de libro de texto, tal como lo conocemos en la actualidad es consecuencia de dos factores históricos: por una parte, por los efectos del racionalismo y , sobre todo, del enciclopedismo del siglo XVIII, que se tradujo en la búsqueda de un conocimiento «objetivo» y «racional» sobre la realidad que rompiese con la tradición escolástica, mística y especulativa de los siglos anteriores. Como afirma Neira (1994):
«El significado moderno de los textos escolares tiene su referente histórico, no obstante, en las propuestas ilustradas, llenas de una gran carga revolucionaria y propuestas como una alternativa radical a las prácticas educativas de la Edad Media y del Humanismo renacentista… Las ciencias van ocupando el lugar que antes se reservaba a las lenguas y a las letras. Y la cultura científica se hace enciclopédica. El niño debe ir conocimiendo la totalidad de las ciencias. Naturalmente, no en toda su extensión; pero sí los principios y nociones básicas… Este enciclopedismo marcará el signo de los textos, y determinará, durante años, el futuro de la escuela.» (p. 6)
Otro factor relevante en el proceso de generalización del uso del texto escolar tiene que ver con la institucionalización de los procesos de enseñanza en un sistema o red escolar nacional. Una de las metas o fines de estas redes universales de escolarización fue ofrecer una cultura común que permitiese homogeneizar la formación de toda la población de un país. Al no existir programas curriculares específicamente elaborados para la escuela, los textos asumieron esta función. Es decir, garantizar que todos los estudiantes recibieran uniformemente el mismo curriculum y consiguientemente fueran formados bajo un mismo patrón de cultura estándar que garantizase la cohesión social y preparase a los ciudadanos para las demandas del sistema productivo de la nación. (Apple, 1989; Westbury, 1991; Gimeno, 1994).
Fue importante, en aquel momento, alfabetizar a la mano de obra trabajadora y transmitir a toda la población una serie de elementos culturales comunes que sirvieran como señas de identidad nacionales. Para lograr tales fines pedagógicos fue imprescindible el desarrollar una habilidad instrumental de primer orden: saber leer y escribir, es decir, conocer y dominar los códigos del lenguaje textual. El acceso al conocimiento y a la cultura exigían estas habilidades. La institución escolar y libros de texto cumplieron a la perfección esta tarea. Éstos no sólo condensaban y sintetizaban el saber o conocimientos culturales mínimos que la infancia y juventud debieran aprender en matemáticas, historia, geografía, biología, …, sino que también transmitían a la infancia y juventud los valores e ideas propios de la identidad nacional.
El libro de texto, en consecuencia, no es un medio o material didáctico más entre los restantes materiales curriculares (Martinez Bonafé, 2002). Ni por su historia ni por su naturaleza y características pedagógicas. El libro de texto es un instrumento, a diferencia de los restantes medios, que no se diseña (y consiguientemente no se utiliza) para que sea útil en situaciones específicas y puntuales de enseñanza, sino que es un recurso con suficiente potencial para ser usado a lo largo de todo un curso escolar completo. El libro de texto, en estos momentos, es el principal material que dispone el profesorado donde se dota de contenido y se operativizan en un nivel práctico las prescripciones de un programa curricular oficial específico. Como sugiere Gimeno (1988) los textos escolares son los recursos traductores y mediadores entre una propuesta oficial de curriculum y la práctica de aula. En el texto se encuentra la metodología que posibilita el desarrollo de los objetivos, se encuentran ya seleccionados y secuenciados los contenidos (con sus definiciones, ejemplos, interrelaciones, etc.), se proponen un banco de actividades sobre los mismos, se encuentra implícita la estrategia de enseñanza que ha de seguir el profesor en la presentación de la información, e incluso (a través de la guía didáctica o del profesor) algunas pruebas de evaluación para aplicárselas a los alumnos.
El texto escolar como sugiere Henson (1981) se convierte en «currículum». Es decir, utilizar el texto como instrumento eje de la enseñanza significa prescindir del currículum oficial y considerar como lo «enseñable» lo impreso en las páginas del mismo. Al ser el texto escolar un recurso que por su propia naturaleza interna es una tecnología que empaqueta un modelo para el desarrollo curricular (que pudiéramos metafóricamente etiquetar como «currículum precocinado»), el docente que asume y pone en práctica el proyecto curricular del texto, inevitablemente tiende a ceder sus responsabilidades planificadoras y de decisión instructiva a un elemento ajeno al contexto de su acción profesional. De este modo, el papel del profesor no será tanto el de ser un agente «director» como el de convertirse en un sujeto «ejecutor» de prescripciones externas sobre su marco de práctica docente. Su labor consistirá básicamente en gestionar la utilización y aplicación del texto en su contexto de aula. Sus tareas docentes tienden en concentrarse en «descongelar» las propuestas de acción instructiva sugeridas en cada lección del texto y regular y organizar los cursos de acción para que los alumnos se impliquen en la cumplimentación de las tareas textuales en la clase (Area, 2004).